En medio del eco de una sentencia dictada al otro lado de la frontera, resuena el sentimiento de lo que pudo ser. El caso de Genaro García Luna, exsecretario de Seguridad Pública, condenado en Estados Unidos por sus vínculos con el narcotráfico, sigue levantando polvo en el ámbito político y social de México. Sin embargo, lo que verdaderamente late bajo la superficie es el lamento de que ese juicio no se haya llevado a cabo en suelo mexicano.
El deseo de ver a García Luna juzgado por un juez o jueza nacional, en tribunales mexicanos, refleja más que una simple cuestión de jurisdicción. Simboliza el anhelo de que las instituciones mexicanas tengan la capacidad y la fortaleza de enjuiciar a sus propios funcionarios cuando traicionan el mandato público. Pero, más allá del veredicto que se dictó en tierras extranjeras, lo que quedó en el banquillo fue una política de seguridad que no solo resultó fallida en su ejecución, sino en su misma concepción.
La estrategia del Estado mexicano que apostó todo a la militarización y al combate frontal al crimen organizado terminó atrapada en una red de corrupción, dejando un país desgarrado por la violencia. Y aunque García Luna fue declarado culpable, la verdadera culpable es esa política que permitió que personajes como él crecieran al amparo del poder.