En la gran escena del teatro político mexicano, el expresidente Felipe Calderón emerge una vez más, esta vez no como el comandante de la “guerra contra el narcotráfico”, sino como un actor que asegura desconocer la otra cara de uno de sus colaboradores más cercanos. El hombre al que llamó su “brazo derecho”, Genaro García Luna, hoy cae bajo el peso de las acusaciones que lo vinculan con el narcotráfico. Pero Calderón, con la habilidad de un orador experimentado, se presenta ajeno a todo. Alega que sólo conoció la faceta profesional de García Luna, el hombre que dirigía su lucha contra el crimen organizado, y que jamás recibió una sola evidencia que sugiriera su complicidad con los cárteles.
Es una defensa que evoca imágenes de Pilatos lavándose las manos, buscando librarse de la culpa. El expresidente afirma que, durante su mandato, no hubo señales, ni informes, ni testimonios que levantaran la sospecha sobre su secretario de Seguridad Pública. El lado oscuro de García Luna, según Calderón, se le ocultó, como si ambos habitasen mundos paralelos.
En un intento por reforzar esta narrativa, el periodista Ciro Gómez Leyva, conocido por sus análisis y posturas controvertidas, ha salido en defensa no solo de Calderón, sino también del propio García Luna. Con vehemencia, Gómez Leyva argumenta que la condena de García Luna en Estados Unidos carece de pruebas sólidas. Según él, el juicio estuvo plagado de debilidades y no se presentó una sola evidencia concluyente que justificara una condena.
Así, entre declaraciones y defensas, la trama se complica. El expresidente, el periodista, y el exfuncionario ahora caído en desgracia, se entrelazan en una narrativa que parece más un guion de ficción que un episodio de la historia reciente de México. La pregunta que queda en el aire es si la inocencia que claman es auténtica o simplemente una astuta representación en este vasto escenario político.