En esta búsqueda del mejor café para traer a Sonora, me acompañó Diego, mi hijo menor. Fuimos, como dicen, con los ojos bien abiertos. No quisimos que se nos escapara cualquier mensaje, proviniera de donde proviniera. De nuestros amigos mismos, que en ocasiones no encuentran en la lengua castellana la mejor manera de comunicarse. Por eso había que estar muy atentos a todas las señales que salieran de sus miradas y gestos cuando se comunicaban como pajaritos en su lengua. Y en especial actuar bajo la recomendación de que al lugar que fueres haz lo que vieres, para respetar los usos y costumbres de este pueblo originario.
La familia de Marino nos dispuso un espacio para dormir, con una cama y su colchón que nos hablaba de las travesuras infantiles de Miguel y Esmeralda. Ese lugar fue el comedor y cocina de la familia. Fue como dormir y descansar en el corazón de la familia.
Desde la primera noche aprendimos a moldear el cuerpo sobre las huellas que han dejado los brincos y correteadas de los niños sobre la colchoneta. Para conciliar el sueño, cada quien se revolcaba en el breve espacio que le tocaba y ajustar la cabeza en un pantalón que utilizamos de almohada.
Así, nos perdíamos en las aventuras nocturnas que Morfeo nos montaba en la cocina. En la primera noche que dormimos en la cocina, las paredes de barro y el techo de tejas se transformaron en el baúl de recuerdos, aventuras y sueños que empezaron a desfilar desde el fogón de leña hasta la mesa hecha de madera de pino.
Con los ojos bien cerrados miré hacía un fuego que ya se había apagado. Un montón de hongos empezaron a brotar. Hongos con cabecitas de diablos que carcajeaban sin hacer ruido, Ojos de diablitos que eran más escandalosos que una urraca en celo. Diablos que brotaban y crecían. Crecían y se sumergían en la tierra movediza con los ojos abiertos.
- ¿Quiénes son ustedes? – les pregunté con la boca cerrada, en un lenguaje que hacía temblar la finca.
-No somos nadie, porque venimos de la nada –respondieron con risas que flotaban como el humo de copal en un sahumerio.
-Les ordeno que se transformen en santitos- alcance a decir con señales que lograron jalar las vestiduras de una sombra de mujer que llegaba del mictlan.
Los diablitos empezaron a girar sus cabezas. Sus risas rojas y dientes de león cambiaron. La ternura brotó en los pómulos de las trufas. La señora que llegó del mundo de los muertos se paseó como en caravana por la cocina y se sentó en una bocanada de alivio frente a mí.
Tomó mis manos y sin jalarme me llevó a ras de suelo, viajando sobre cada loma de la cordillera.
Y aquí empezó la otra ruta del café…