Ya teníamos unos días en las cordilleras de Oaxaca, en casa de Marino y su familia. Por las mañanas, de rigor, nos esperaba una buena jarra de café de olla. A veces con canela, a veces sólo, bien calientito, para que a su paso por la garganta rumbo al estómago, camine como un río de aceite cálido para el cuerpo casi oxidado por el frío que arroja el viento de las montañas.
Esa mañana, Diego se resistía a levantarse. Se había pasado prácticamente la noche entera, tocando la guitarra que se había comprado para no aburrirse en este viaje. Cada noche, salía del cuarto donde dormíamos. Cuando todos nos acostábamos, se acurrucaba en una chamarra y se perdía en la penumbra de encinos, con la guitarra en un estuche que la protegía de la lluvia. Más abajo, casi frente a la orilla del cerro, llegaba Diego a la casa de Rufino. Bajo un pequeño tejaban, refugiaba su cariño en compases y requinteos que lo hacían viajar por las cimas de las montañas. Un sol sostenido en la guitarra de Diego, se escapaba en un compás de tiempo, un compás que pasaba por los rincones y fisuras de la pared de barro, hasta llegar a mis oídos. Yo conciliaba el sueño con ello y con el canto incesante de grillos nocturnos.
A ellos se unía, como si fuera un reloj de los más exactos, los aleteos de lechuza, quizás en vuelo para buscar su alimento, quizás para buscar el apareamiento con su prójimo en el encino que se encuentra cerca de la casa. Siempre a la misma hora, o al menos, era lo que imaginaba en lo más profundo del sueño.
Y ahora que lo recuerdo, ese sueño fue constante en algunas noches. Viajaba siempre a lo más profundo de mi ser, a lo más profundo de la tierra. Un sueño que se presentó como señales del camino que debía recorrer, para construir la ruta con los corazones de las familias mazatecas.
Esa noche, soñé a la abuela de doña Sofía, la vi claramente mientras escuchaba la música de Diego. Al voltear la cabeza hacía la estufa de leña, en la penumbra, una anciana estaba frente al fuego. Alcancé a verle un rebozo gris sobre su espalda. En el silencio de la noche, preparaba una bebida caliente. Olió el humito de la taza, me dio la espalda y me invitó a seguirla. De la nada, la señora bajo al fondo de la tierra, como si se abriera una brecha para ello, a un lado de la mesa que se utiliza para poner la masa, a la hora de hacer las tortillas. Bajé detrás de ella, mirando millares de hongos que se encendían multicolores en el camino.
- ¿A dónde vamos? -alcancé a decir.
Con pasos lentos, la señora avanzaba cada vez más abajo. Sólo me miró y me indicó el camino para seguirla, en un mundo de huesos de humanos y animales.
Al llegar al destino, los hongos que se encendieron en el camino, sacaron sus ojos para mirarme. Todos al mismo tiempo. Luego voltearon verticalmente sus ojos hacía un petate, indicándome que me parara sobre él.
La anciana se puso frente a mí. Era más bajita que yo, de tal suerte que pude verla en su geometría, su negro cabello que se movía al vaivén de los soplidos de la madre tierra. Su rebozo hecho con las oraciones de sus manos, se extendió cuando los brazos de la señora se abrieron para cubrir el bajo mundo en torno mío. Me dijo:
-Tu ya estuviste aquí.
Estas palabras fueron como las campanadas que hacen correr a un cristiano para llegar puntuales a misa. Sentí que todas las monedas que había cargado en mi vida, empezaron a caer como en pago de mis deudas terrenales.
Me levanté y le dije a Diego:
-Es hora de ir a visitar a dos grandes amigos y sus familias.