En un movimiento que ha generado tanto asombro como indignación, la plataforma Google Maps ha comenzado a reflejar una transformación cartográfica para usuarios de ciertas latitudes. El golfo de México, históricamente reconocido por su nombre desde hace siglos, ahora aparece renombrado como “golfo de [Estados Unidos de] América”. Este cambio no es casual ni tecnológico; se trata de una decisión política con raíces profundas en la ideología dominante que prioriza la reivindicación territorial sobre la memoria colectiva.
El origen de esta modificación se remonta a una orden ejecutiva firmada apenas días después de la toma de posesión de Donald Trump. Bajo el pretexto de “honrar la grandeza” de una nación, el decreto establece un plazo perentorio de 30 días para implementar este cambio lingüístico-geográfico. Según el texto oficial, la nueva denominación abarca la extensión marítima al norte y noroeste de los estados de Texas, Luisiana, Misisipi, Alabama y Florida, llegando hasta las fronteras marítimas con México y Cuba. Así, lo que antes era un nombre compartido por múltiples culturas y países pasa a ser monopolizado bajo una única bandera.
Pero más allá del acto simbólico, este episodio revela una vez más cómo las estructuras de poder buscan imponer narrativas hegemónicas, borrando historias e identidades para consolidar su visión del mundo. La eliminación del término “México” en favor de otro que ensalza una sola nación no solo representa un desprecio hacia la historia compartida, sino también una clara muestra de cómo las herramientas digitales pueden ser instrumentalizadas para reforzar agendas centralistas y excluyentes.
El decreto exige además que todas las referencias federales adopten este nuevo término, desde mapas oficiales hasta contratos gubernamentales. Es decir, no solo se trata de cambiar nombres, sino de reconfigurar la percepción misma del espacio geográfico. Este proceso, aparentemente burocrático, tiene implicaciones profundas: invisibiliza la diversidad cultural y política de la región, subordinando otras voces a una única narrativa autoritaria.
Desde una perspectiva crítica, este tipo de acciones no son nuevas. A lo largo de la historia, la apropiación de territorios y conceptos ha sido una constante en las relaciones de dominación global. Lo que vemos hoy es una versión moderna y tecnológica de esa lógica, donde las herramientas digitales y los sistemas de información se convierten en instrumentos de control. Google Maps, lejos de ser neutral, opera como un espejo de estas dinámicas, reproduciendo sin cuestionamientos las directrices impuestas por quienes detentan el poder.
Este caso pone sobre la mesa preguntas incómodas: ¿quién decide qué nombres perduran y cuáles desaparecen? ¿Qué significa realmente honrar la “grandeza” de una nación cuando esto implica borrar la memoria de otros pueblos? Y, sobre todo, ¿hasta dónde estamos dispuestos a permitir que se redibujen nuestras realidades en función de intereses que poco tienen que ver con la justicia o la equidad?
Lo que queda claro es que este cambio no es inocuo. Más allá del mapa digital, es un recordatorio de cómo las estructuras de poder continúan moldeando nuestro entendimiento del mundo, priorizando sus propios relatos mientras silencian otros. En tiempos donde la memoria colectiva parece cada vez más frágil, resistir estas imposiciones es no solo un acto de justicia, sino también de supervivencia cultural.