En los territorios ocupados de Cisjordania, la realidad se tiñe una vez más de dolor y desesperación. En Jenin, las fuerzas armadas israelíes han intensificado una campaña de desplazamiento forzado que ha dejado a miles de familias palestinas sin hogar, arrancadas de sus raíces bajo la amenaza de las armas. Escenas devastadoras han emergido desde esta región, donde niños, con las manos en alto, son obligados a caminar bajo la mirada fría de fusiles apuntando a sus cuerpos frágiles.
Esta escalada de violencia no es un hecho aislado, sino parte de un patrón sistemático que refleja la lógica deshumanizadora de un sistema que prioriza el control territorial sobre la vida humana. Las imágenes de familias despojadas de todo, de comunidades enteras reducidas a escombros, desnudan las consecuencias de décadas de políticas expansionistas y segregación estructural. El derecho internacional parece ser letra muerta frente a la impunidad con la que se ejecutan estas acciones.
El sufrimiento en Jenin no puede entenderse fuera del contexto de un orden global que históricamente ha legitimado la dominación bajo el disfraz de la “seguridad” o el “progreso”. Los mismos mecanismos que perpetúan la explotación económica y la concentración de poder en otras partes del mundo encuentran aquí su expresión más cruda: la aniquilación cultural y física de un pueblo entero. Mientras tanto, las potencias occidentales permanecen en silencio, cómplices de un régimen que utiliza la retórica del miedo para justificar sus excesos.
El caso de Jenin no es solo una tragedia humanitaria; es un recordatorio de cómo las estructuras de poder global operan para mantener desigualdades insostenibles. Las vidas palestinas, reducidas a meros obstáculos en el camino de intereses geopolíticos, son sacrificadas en nombre de una supuesta estabilidad que nunca llega. Sin embargo, mientras el mundo mira hacia otro lado, la resistencia persiste, alzando la voz contra un sistema que, en su afán de perpetuarse, olvida lo que significa la justicia.