Ya tenía buen rato con los ojos bien abiertos. Sin ver nada. El canto de la madrugada estaba tan alejado que me permitía escuchar claramente mi respiración en un mundo de grillos que ya anunciaban un día con sol. Podía verlo con claridad. Sacaba los saldos de la noche que estaba por terminar, como ir acomodando los hechos, en un rosario de buenas intenciones. Mientras estiraba mis brazos hasta relajar los músculos de la espalda, sentí la reacción de un oleaje de energía que me obligó a ponerme de píe con buen ánimo. Era el día perfecto para iniciar el plan que diseñamos.
Con un café en la mano, unas tortillas que nos acercó doña Vero y unos huevos que preparó doña Sofía, Marino, su hermano Rufino, Diego y yo, nos miramos con sueños de esperanza. Miguel, hijo de Marino, mantuvo la alegría en su boca, porque sabía que, en este viaje, él será un invitado especial. Todo estaba al centavo para poner los primeros ladrillos de la nueva ruta del café.
- ¿Para dónde vamos? – le pregunté a Marino.
-Para donde vuela aquel cardenal- respondió.
Y justo cuando apuntaba con su índice derecho hacía el este, el cardenal daba piruetas como loco, como si quisiera trazar unos rayones rojos entre encinos y pinos, siguiendo a su parvada, pero sin perder el rumbo del punto donde sale el astro que nos da calor y vida.
-Vamos con el tío Benny- dijo Rufino, con la intención de aclarar. Y nomás terminó de decir el nombre, a la vez, soltó una risa con Marino. No aguanté la curiosidad y atajé las carcajadas con una pregunta elementalmente tonta - ¿Por qué se ríen?
En lugar de dar una respuesta, las carcajadas aumentaron de volumen y su eco se diluyó entre las hojas de los guayacanes. El bosque estaba fresco. Por las veredas nos topamos con un par de becerros que eran amamantados por sus vacas progenitoras sin que el pastor se diera cuenta.
La lluvia era constante. Hacía pausas que nos permitían visualizar el camino que nos lleva a la casa del tío Benny, por el cerro de Peña Blanca.
El rebuzno de un burro llamó nuestra atención. Venía de una loma que te acerca a la orilla del cerro.
-Ahí te hablan- me dijo Rufino.
-Pues vamos -le dije- a lo mejor te entiende más a ti.
Tomé un varejón de pino y apunté el andar hacía el borrico. Estaba atado a una estaca para evitar que tomara camino para la milpa. Estábamos en julio y los elotes aún estaban en ciernes. La cosecha de maíz en esta región es hasta octubre, me explicó Rufino.
El burrito no se alteró con nuestra presencia. Me acerqué a tal distancia que lo miré ojo con ojo, sin más intermediario que el zumbido que a veces provocaba el viento de la cordillera.
-Yo te conozco-, le dije al borrico.
Todos rieron.
-Sí, yo te conozco, insistí mirando los ojos al borrico.
Y las neuronas me llevaron al recuerdo del inicio de este viaje, cuando llegamos a Nashinandá a las cuatro de la mañana, hacía unos días. Era una madrugada lluviosa. El camión se detuvo como a unos dos kilómetros de nuestro destino. Nos levantamos Diego y yo para ver qué pasaba. Pero nos quedamos varados, porque a unos metros del autobús, iniciaba un enorme charco que cubría el camino de terracería.
No quedó de otra más que esperar el amanecer. El sueño se espantó, pero la lluvia nos obligó a resguardarnos en el interior del camión hasta el clarear. Entonces pudimos contemplar un camino arcilloso, rojizo, como si fuera un trazo de Frida Kahlo. Las nubes como que estaban adornadas en un horizonte verde de ceibas, encinos y pinos. Casas de adobe distribuidas por los cuatro puntos cardinales, le daban el color de la tierra a un cuadro con orquídeas y helechos, mameyes y plátanos. Y el verde olivo del café, nuestra materia sagrada, por allá oculto, por acá sobresaliente.
Más que preocupados, tomamos nuestras mochilas y cobijas y tomamos camino. Le sacamos la vuelta a los enormes charcos y al zoquetal que pudimos. En la curva del camino, en una parte alta, nos acercamos a un señor de bigote. Moreno y correoso, con camisa de cuadros y pantalón de mezclilla. Él sabía cómo hacerle, pues traía puestas unas botas de hule, y a su diestra, tenía amarrado a su burrito.
¿Oiga, le pregunté, su “taxi” no se queda atascado? No, me dijo. - ¿Cuánto por llevarnos a la casa de Marino?
-Lo que usted quiera dar. Si no trae, no hay problema. Los llevo, dijo, luego tensó la cuerda para que el burro se pusiera al tiro.
-Ya dijo.
De a luego, sacó un pial y amarró nuestras mochilas al burrito. Llevábamos cobijas en bolsas que no se pudieron atar por la debilidad del plástico. Pero generosamente, me dijo yo me las llevo en la mano.
Y así llegamos a la casa de Marino. Ya nos esperaban. Miguel les había avisado en la madrugada que ya veníamos. ¿Y tú como sabes si no han hablado? le dijo el padre. No sé, le había respondido el niño. Pero ya vienen, insistió.
Y ahí llegamos. El señor del burrito llegó con las bolsas de cobijas. Parecía una escena de la película el infierno, cuando al actor principal, Benny, lo echan por una garita de Estados Unidos y obligadamente se regresa a su terruño.
-Oiga, ¿cómo se llama?
-Benjamín García.
En ese andar en el recuerdo regresé al presente. Seguí mirando al burro a los ojos y le dije.
-Ya sabía que te conocía. Y ya sé quién es el tío Benny